Para finiquitar la saga ‘The Sinner’, Dereck Simonds (creador y guionista de la serie) ha compuesto la temporada más mundana, la más terrenal de las cuatro. Y probablemente la mejor de una franquicia que, salvo el tropezón en su tercera entrega, nos deja momentos notables. Los elementos perturbadores que afligen a unos personajes, siempre sugestivos por lo inescrutable de su proceder, gradúan el ritmo de la serie. Nunca decae.
Estamos en una pequeña isla frente a la costa de Maine. Harry Ambrose (Bill Pullman), ya jubilado, va a pasar unos días de vacaciones junto a su pareja (Jessica Hecht). Al poco de llegar, presencia la desaparición de una joven (Alice Kremelberg), cuya familia es una de las más antiguas del lugar. Vivir en primera persona este incidente, junto a un retiro que conlleva cierta dosis de amargura, servirá de catalizador para implicarse en la resolución del caso. La falta de pericia de las autoridades locales, tan voluntariosos como ineptos, hace el resto.
Una vez más, Bill Pullman sostiene la trama
Derek Simonds imprime a ‘The Sinner 4’ un tono de detectivesco crepuscular, cayendo sobre el protagonista el peso de los años, sucesos pasados que le atormentan y esa sensación de no poder desprenderse del desempeño en el que se ha dejado la piel. La necesidad de redención personal viene por añadidura. Las tramas paralelas, imprescindibles en una serie de ocho episodios, tocan importantes centros de interés: drogadicción, tráfico de personas, matriarcado, inmigración.
Todo envuelto en un ambiente cerrado, casi endogámico en cuanto a relaciones sociales y de poder en el seno de una pequeña comunidad. El inspector Harry Ambrose (y su intérprete Bill Pullman) con esa mirada impertérrita fijada en su interlocutor, haciendo del escepticismo un arte, pasa por méritos propios, junto a Sherlock Holmes, Hércules Poirot, Colombo, Jim Rockford y otros a la historia de los grandes detectives de la televisión.
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