Con la música como elemento vertebrador de la historia, aspecto que empapa su filmografía, el canadiense François Girard compone en ‘La canción de los nombres olvidados’ una sinfonía que desafina en su tercio final. El punto de partida es atractivo y sugerente, pero acaba desinflándose merced a un desarrollo convencional, unas interpretaciones insulsas y una intriga que a la hora de su resolución se desvanece. Con la Segunda Guerra Mundial abriéndose paso en el horizonte, un judío polaco de nueve años con dotes innatas en el manejo del violín será acogido por una familia británica.
Tratado como un hijo más, encuentra en su nuevo hermano Martín a un amigo, compañero y confesor. Ya en plena adolescencia, poco antes de ofrecer su primer concierto ante la aristocrática y elitista sociedad londinense, va a desaparecer sin dejar rastro. Décadas después, convertido Martín en profesor de música, el gesto rutinario de un alumno antes de tocar, le recordará aquél hermano que tuvo. Buscarlo se convierte en una obsesión, una deuda contraída consigo mismo.
La película me deja mal sabor de boca. Prometía mucho más
Tim Roth y Clive Owen dan vida a estos jóvenes en su etapa adulta. Roth hace gala de sus carencias. Es un actor que precisa de personajes con más picante, que se deslicen hacia lo irreverente. En ‘La canción de los nombres olvidados’ echa en falta a Tarantino, y esa orfandad lo convierte en un intérprete vulgar, del montón. Girard, como buen amante de lo artístico, recurre a la virguería del detalle buscando la distinción, esa sensibilidad y gusto inaccesibles al profano. Ahí se viene arriba.
Pero llegado el clímax, mediante una narración típicamente episódica, no acierta al casar los tonos de un suspense que prometía mucho a partir de personajes seductores. La reclusión como medio para curar heridas, a lo que se añaden actitudes arbitrarias e incomprensibles, sirven para echar leña melodramática a una película que reunía potencial.
Una pena.
Nuestra valoración