El drama televisivo de la factoría Movistar ‘Antidisturbios’ nos sumerge en el desconocido interior del día a día de una UIP (Unidad de Intervención Policial) de la policía nacional española. El director Rodrigo Sorogoyen y su guionista fetiche, Isabel Peña, nos disparan al corazón y a la cabeza con esta serie cargada de hiperrealismo y buenas dosis de introspección psicológica. Una historia que indagando en los asuntos turbios en torno a una unidad especial de policía nos devuelve una mirada crítica y reflexiva sobre algunos de los problemas más candentes de la sociedad española del momento.
La espada de Damocles
El primer capítulo de ‘Antidisturbios’ se centra en el desahucio de una vivienda en un barrio céntrico de Madrid, evento que actúa como piedra angular de la estructura narrativa a partir de la cual se despliegan a modo de tela de araña la trama y diferentes subtramas de la serie. Se logra así entretejer conflictos ético-profesionales, político-judiciales, y, sobre todo, morales y personales que acabarán conformando un inquietante retrato del momento de crispación social y político que atravesamos.
Desde el primer episodio, ‘Antidisturbios’ nos planta en primera línea de porrazos, cargas, insultos, calor, sudores, frustración, rabia y mucha, pero que mucha, testosterona. Y es que, como si de un videojuego se tratara, la serie nos obliga a experimentar el difícil y delicado trabajo de estos funcionarios públicos de los cuerpos especiales de seguridad: cumplir mandatos judiciales, proteger a la ciudadanía, asegurar la calma social y la integridad física de la gente en las calles. Claro que, sea cual sea su misión, sean cual sean los motivos y orígenes de su actuación, la serie quiere reflejar que los antidisturbios son ante todo humanos, es decir, tan buenos o malos como cualquier otro ciudadano: susceptibles o irascibles en algunas ocasiones, con más o menos cabeza o tacto en otras, con más o menos aguante psicológico ante el peligro o el miedo. Y no hay duda de que en algunas de estas acciones se cometen errores e imprudencias. Pero en su mundo, en ese mundo que la mayoría de los mortales no conocemos, de ruido y furia, de frustración e injusticia, de jerarquías estrictas y alianzas con la fuerza de la ley, la ley de la fuerza, la tradición, el honor y el valor, las consecuencias de una mala gestión o una pérdida de control pueden tener consecuencias muy graves, tanto para quienes se les enfrentan o se cruzan en el camino de sus órdenes como para ellos mismos y los seres queridos que les rodean.
La desgracia ocurrida durante el desahucio viene a ser una espada de Damocles cuya sombra amenaza con minar la confianza, camaradería y amistad de los miembros de esta UIP. A partir de ahí, episodio a episodio, el espectador, que como la cámara ya se ha posicionado dentro del furgón de la unidad y detrás del escudo de protección de los policías que la forman, acaba siendo testigo directo de sus miedos y fragilidades, de sus monstruos presentes, pasados y futuros. La vida profesional se abre a la vida doméstica o, mejor dicho, se fusiona con la doméstica, y lo que nos encontramos es descorazonador, frustrante, pero también alarmante.
Todos contra Laia, y Vicky Luengo contra todos
La serie cuenta con un elenco de actores muy curtidos en cine y series de televisión, y que saben dar con los matices necesarios para interpretar a personajes aparentemente tan iguales, pero tan diferentes entre sí. Los diferentes giros del guion, los diálogos y el léxico de patio de colegio, el infantilismo de profesionales envalentonados ante la presión de grupo, y el miedo a la autodestrucción al mostrarse vulnerables ante sus colegas o ante sus propias familias, hacen de estos personajes un filón de posibilidades interpretativas y dramáticas que los actores saben aprovechar y llevar bien a su terreno, dotando a la serie de un armazón dramático rico e intrigante.
Del cuadro de actores masculinos destaca sobre todo el trabajo realizado por los jóvenes aunque ya viejos conocidos del cine y del drama televisivo españoles. Patrick Criado (‘El Comisario’ ‘Águila roja’ ‘Los últimos de Filipinas’), Álex García (‘Sin tetas no hay paraíso’, ‘Orígenes desconocidos’) y Raúl Prieto (‘Velvet Colección’, ‘El silencio del pantano‘), claramente dan un salto sustancial hacía una madurez interpretativa frente a la cámara de Sorogoyen.
Por su puesto, no se puede echar en saco roto el excelente trabajo de caras más consolidadas como Raúl Arévalo (‘Gordos’, ‘Primos’, ‘La isla mínima’) y Roberto Álamo, este último ganador de un Goya de la mano de Sorogoyen por ‘Que dios nos perdone’ (2016), su segundo después del conseguido por ‘La gran familia española’ (2015). Resaltar también el trabajo del armenio-español Hovik Keuchkerian, (‘Toro’, ‘Assassin’s Creed’, ‘La casa de papel’), el exboxeador dos veces campeón de los pesos pesados que aquí se erige de nuevo como un gran actor con un don natural para la sobriedad física y gestual, pero que brilla y hace brillar a sus colegas de profesión cuando se planta en escena.
Pero si hay alguien que verdaderamente resalta en esta serie por su labor interpretativa, francamente esa es Vicky Luengo (‘Hogar’, ‘Secretos de estado’ ‘Born’), actriz catalana que parece haber salido de la nada, pero que a pesar de su juventud cuenta ya con una amplia y larguísima carrera a sus espaldas. Luengo interpreta a Laia, una agente del departamento de investigaciones internas de la policía que investiga la desgracia ocurrida durante el desahucio del primer episodio, y que poco a poco se acabará convirtiendo en el personaje clave de la serie. No es causalidad que el arranque de ‘Antidisturbios’ esté dedicado a perfilar su carácter y personalidad, donde se enfrenta a su propio padre mientras lo acusa de hacer trampas al Trivial. Para Laia la verdad y la justicia son cosas muy serias; tanto que no duda en hacer volar por los aires su estabilidad personal o incluso jugarse el puesto de trabajo y su propia vida, con tal de llegar allí donde quiere llegar, allí donde se encuentra el fango que oculta la corrupción y el tráfico de influencias dentro de la institución a la que pertenece y vigila. Extrañamente sexy, infalible y de mirada implacable, demasiado ambiciosa e inteligente como para trabajar en equipo, Laia es un ejemplo más de personaje de aparente dureza; un lobo solitario al que Sorogoyen y Peña también acaban por envilecer y maltratar, y al que Luengo consigue encarnar con la cercanía, convicción y determinación necesarias como para hacerla creíble y sugerente. Detrás de esa máscara de fortaleza y justeza descubrimos a un ser humano con los mismos problemas y miedos que los policías a los que persigue e investiga, alguien que a pesar de su perspicacia y sagacidad también comete errores y negligencias, también cruza líneas rojas, y que para ganar también tendrá que aprender a perder. Del mismo modo que Laia es una de las grandes sorpresas de la serie, asimismo lo es ya Vicky Luengo para la industria audiovisual actual. Seguro que volveremos a hablar de ella.
Sin escudo de protección: la poética de la inestabilidad y el caos
Lo cierto es que en torno a la caracterización y representación de los personajes, y a su particular odisea dramática en la serie, se nota que Sorogoyen y Peña se han dejado influenciar por un buen número de clichés del cine y las series comerciales de polis en apuros, sobre todo de aquellas del otro lado del Atlántico: divorcios, familias rotas, soledad, aislamiento social y familiar, tendencias alcohólicas, adicción a drogas o a estupefacientes, violencia gratuita etc. Pero los clichés, por mucho que puedan molestar, son parte de la ficción de la vida. Y en el caso de ‘Antidisturbios’ simplemente funcionan porque nos llevan donde el espectador necesita estar: de frente ante la ambigüedad, ante la duda, ante los claroscuros del ser humano, de la justicia y de su aparato ejecutor. Es la representación de la vulnerabilidad de los fuertes, de los cuales depende la estabilidad de nuestras sociedades, un lugar excitante para un espectador que cada vez más frecuentemente puede ratificar cómo los clichés del cine y las series americanas se empiezan a hacer realidad aquí en Europa; no hay más que mirar por la ventana, asomar la oreja en la barra de un bar, leer los periódicos, escuchar la radio o ver los telediarios.
Desde el punto de vista formal, poco se le puede reprochar a la serie. Hay un gran trabajo de producción detrás de cada escena, con un acertado y concienzudo trabajo por parte del departamento de arte, especialmente en la ambientación de interiores, incluido el furgón de la unidad, que, como los creadores admiten, es un personaje más, ese segundo hogar que les protege del desmoronamiento del mundo exterior y de la paranoia que ronda sus cabezas. John Hopewell decía que en el cine español los pequeños detalles de decorado y ambientación son tanto o más importantes que los diálogos o la acción central. En ‘Antidisturbios’ ocurre algo parecido; hay detalles que no deberían pasar inadvertidos, símbolos que chillan y gritan como sirenas de policía que vuelven del pasado.
Pero si algo salta a la vista desde las primeras escenas de la serie es el notable trabajo realizado por el departamento de fotografía, un gran esfuerzo artístico y técnico que se deja ver sobre todo en las secuencias de acción, sobre todo en exteriores, algunos nocturnos, con lo que eso implica desde el punto de vista de infraestructura técnica. El hiperrealismo con el que Sorogoyen imprime estas escenas y buena parte de la acción de la serie, se apoya en un ágil y rítmico ejercicio de montaje, pero sobre todo, y ante todo, en el uso de la steadycam, recurso formal que aporta un punto de vista de reportero, con esa extraña estabilidad de lo inestable, de lo que puede estallar en cualquier momento, y que nos convierte en observadores inmediatos, en cómplices del suspense, la tensión y la agresividad que rodea a los personajes. En cierto modo la inestabilidad controlada de esta estética hiperrealista siempre corre el riesgo de arrastrar cualquier relato ordenado al borde de la destrucción, pero en este caso, dado el tema y el ambiente, se consigue todo lo contrario, estilizar el desorden y el caos, y, por consiguiente, se crea un lazo muy estrecho entre la forma y el fondo, entre la estética visual y la incesante inestabilidad emocional y física de los personajes.
El propio Sorogoyen recuerda y asume en una entrevista la influencia estética de ‘Heat’ (1995), dirigida por Michael Mann, y que por supuesto va más allá de la pura audacia visual. Por un lado, tenemos la banda sonora del músico Olivier Arson; que repite de nuevo de la mano de Sorogoyen con una partitura que nos retrotrae al universo sonoro de ‘Heat’; un tapiz de sonidos y harmonías New Age que parecen poetizar la cacofonía que emana del agotamiento físico y psicológico provocado por la tensión y los bruscos giros del guion, que se entromete en la mente de los personajes e intenta dar voz a los espacios o los objetos cotidianos.
Al mismo tiempo, en ‘Antidisturbios’, Sorogoyen detrás de la cámara, y Peña como coescritora, no solo humanizan y analizan comportamientos social y psicológicamente punibles o inmorales, como hiciera Michael Mann en ‘Heat’, sino que también rescatan esa preocupación de Mann por la vulnerabilidad de aquellos que tradicionalmente son vistos como fuertes, implacables o intocables. Es sin duda una de las preocupaciones autorales más significativas del tándem Sorogoyen-Peña desde sus inicios (‘Stockholm’, ‘Que dios nos perdone’, ‘El reino’): la continua lucha interna de cada personaje por mostrarse o no vulnerable ante el otro; una lucha donde la apariencia de fortaleza y control acaban destapando la mediocridad y la cobardía, y que conducen a una caída certera al vacío. Y creo que aquí está la clave del conflicto que ‘Antidisturbios’ presenta, es decir, cómo y cuando decidimos quitarnos el casco o el escudo de protección y mostrarnos vulnerables para poder ser fuertes de verdad, un conflicto que en la serie va de lo profesional a lo institucional, de lo personal a lo familiar, de lo privado a lo público, de lo local a lo nacional.
La gran dualidad metafísica de la ficción
Por ello, ‘‘Antidisturbios’ no es ni blanco ni negro, no es un retrato simplón o ideologizado de los cuerpos de seguridad del estado, ni anatema de la integridad moral o ética de la policía en general. ‘Antidisturbios’ antes que nada es ficción, un espectáculo de entretenimiento que usa recursos narrativos dramáticos y audiovisuales para contar una historia que debe llegar al máximo número de espectadores posible, y por ello necesita conflicto, tensiones, crisis, protagonistas y antagonistas, giros bruscos, momentos climáticos, calor melodramático, lados oscuros, pero también destellos de claridad y verdad.
Las quejas y malas o tibias críticas que se han vertido sobre la serie, casi todas desde medios de comunicación conservadores, e incluso desde sindicatos del Consejo Policial, no contemplan esta necesaria contradicción para que el cine o la ficción televisiva funcionen como espectáculo, y al mismo tiempo puedan actuar como revulsivo del debate público sobre problemas de actualidad que nos examinan como sociedad moderna y democrática.
Como ocurre con las películas o series históricas o con los biopics de personalidades importantes o relevantes desde el punto de vista histórico o político, poder enseñar todas las aristas o ángulos de un periodo, evento o personaje es algo imposible en la ficción. Hay unas constricciones narrativas y formales propias del medio, otras, propias del exigente mercado global, del que nosotros, los espectadores, también somos responsables. Si alguien quiere un retrato puro, fehaciente y totalmente “realista” (si es que el cine o la televisión es capaz de ser totalmente realista) sobre las unidades de antidisturbios, que no vea la serie. Para ello existen los libros de historia, concienzudos estudios y reportajes periodísticos, artículos de periódico, documentales o incluso documentos y archivos policiales y judiciales de acceso público. Aun así, que los policías retratados en la serie tengan problemas personales, sean duros con sus familias, amigos, o hijos, tomen o no drogas, se emborrachen más o menos, se peleen, se insulten o se traicionen, y tiendan a utilizar un lenguaje alejadísimo de lo políticamente correcto, no les convierte en representantes de todo el cuerpo de policía, pero quizá sí en símbolos de un sentimiento de desmoronamiento y crispación, de pérdida de fe y necesidad de cambios.
En mi opinión, la serie no pretende ni desautorizar ni mitificar a las unidades antidisturbios, tampoco hacer un retrato maniqueo, simplemente nos pone ante nuestras pantallas un problema humano e institucional posible. Quien piense que todos los policías de un estado son iguales a los que vemos en el cine y la televisión, tanto los heroicos como los villanos y crueles, verdaderamente debería dejar de ver ficción. Lo mismo ocurre con la representación de profesores, abogados, y demás profesionales relevantes para el funcionamiento de nuestras sociedades. Una ficción se puede inspirar en la realidad, pero no por ello dejará de ser ficción, y no por ello dejará de ser posible. He aquí la gran dualidad metafísica de la ficción.
Ahora bien, juzguen ustedes mismos; hagan ese esfuerzo después de verla. Es lo que Sorogoyen y Peña quieren; que nos impliquemos a la hora de extraer el mensaje o los posibles mensajes que la narrativa camufla, que encontremos nuestro propio ‘Antidisturbios’ privado. Aviso: no lo ponen nada fácil.
Una respuesta a “Crítica de ‘Antidisturbios’ (2020). La vulnerabilidad de los fuertes”