Tras haber superado la inauguración oficial, esa en la que pudimos ver la ‘Venus’ de Jaume Balagueró, la quincuagésimo quinta edición del Festival de Sitges comienza a mostrar su menú. Uno de los primeros chefs en levantar la campana en sección oficial a concurso, para dejarnos paladear su preparación, es el británico Peter Strickland. Un clásico ya del certamen. Uno de los cineastas más inclasificables del panorama actual trae al festival, en la que es su cuarta participación, ‘Flux gourmet’. Una propuesta que oscila entre la comedia negra, el drama y el terror que, contra todo pronóstico, acaba revelándose como una suerte de magnético gastro folk horror en torno a las vicisitudes del arduo proceso artístico. Ese que es capaz incluso de fagocitar al propio artista.
Con la comida no se juega
Jan Stevens es una especie de mecenas que dirige un trasunto de institución artística que funciona a modo de academia. Muchos son los que se pegan por estar allí, pero muy pocos los que realmente se hacen un hueco en ella. Al lugar llega un grupo de artistas al que, a falta de un nombre mejor, apodaremos como: sonic catering. Algo así como catering sónico o sonoro. Un nombre que ya debería ponerles en alerta sobre el tipo de performances que llevan a cabo. Este grupo, y apropiándose bastante de la moda del ASMR, coge ruidos que habitan entre nosotros, en este caso culinarios, y genera arte a partir de ellos.
La intransigente Elle di Elle dirige el grupo con mano de hierro, y haciendo siempre oídos sordos a cualquier sugerencia de terceros en lo que al aspecto creativo se refiere. Completan la banda el apocado Billy y la siempre leal Lamina. Un trío al que se sumará Stones, un escritor encargado de llevar a cabo una especie de making-of sobre el proceso creativo del grupo.
A las tiranteces artísticas previsibles entre Jan y Elle, vista la fuerte personalidad de ambas y sus contrarios intereses, se les unirán ciertos problemas estomacales de Stones. Todo ello, más el aislamiento, hará entrar a los personajes en una extraña y alucinada deriva de imprevisibles consecuencias.
Un viejo conocido
Así comienza ‘Flux gourmet’. Nueva rareza barra genialidad de ese Peter Strickland que se ha convertido ya en hijo pródigo del Festival de Sitges. Una cinta comandada, delante de la cámara, por varios ya habituales en el cine del británico, como Gwendoline Christie, Fatma Mohamed o Richard Bremmer. Una terna de clásicos a la que se une Asa Butterfield.
Hace justo cuatro años Strickland presentaba en Sitges ‘In fabric’ (2018), uno de sus trabajos más redondos y contundentes. Y aunque seguramente ‘Flux gourmet’ no alcance en ningún momento esas cotas de perfección o brillantez, qué duda cabe que, según se enfría en el cerebro, la obra merodea esas lindes.
Las clásicas filias del director vuelven a hacer aquí acto de presencia, para mayor gloria del devoto y padecimiento del detractor. Ese Peter Strickland como adalid de la experimentación sonora y visual vuelve a cabalgar en ‘Flux gourmet’ con brío. Aunque aquí sus haters, esos que quizás con ‘In fabric’ alcanzaron una meta volante, perderán argumentos para atacarle ya que, eso que allí pudieron usar como arma arrojadiza, esta vez está más que justificado a nivel narrativo. Al igual que ya sucediera, por ejemplo, en: ‘Berberian Sound Studio’ (2012). Y es que, teniendo en cuenta que los sonidos juegan un papel fundamental en la historia, vuelve a mostrarse más necesaria que nunca la experimentación del cineasta. Algo que, para variar, no sonará a cómodo recurso de esteta.
‘Flux gourmet’: La eterna condena
El erotismo malsano también sigue teniendo fuerte presencia, tanto o más como los personajes deshumanizados y las situaciones extrañas. La atemporalidad escénica también se conserva. Todo ello en un trabajo que, bajo sus capas y más capas de excentricidad pura y dura, oculta una feroz y ácida radiografía al proceso creativo del artista. La línea entre obra y autor fusionándose, fruto de un kamikaze y autodestructivo proceso artístico siempre en busca de la esencia más pura, que se lleva por delante a todo y a todos. Inquietudes un poco en la senda de cintas como ‘Bliss’ (Joe Begos, 2019).
Al final el mayor lastre de ‘Flux gourmet’ es, precisamente, lo inclasificable que resulta. Algo que siempre se puede y se debe afiliar al cine de Strickland, pero que aquí alcanza nuevas cotas.
Aunque es cierto que siempre cuesta mucho etiquetar su cine, no es menos cierto que en todo momento hay clavos ardiendo a los que aferrarse para ello. Por contra, aquí, no existen tales salientes. Su última locura es un drama, pero al mismo tiempo no lo es. Es una comedia negra, pero al mismo tiempo no lo es. Y es una de terror, pero al mismo tiempo no lo es. Esa indecisión juega en contra de un trabajo que querrás recomendar, pero que no sabrás cómo demonios hacerlo.
En definitiva. Siempre en el equipo de Peter Strickland. Aunque las tenga mejores y más redondas que esta ‘Flux gourmet’ que aterriza en Sitges 2022.
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