En su tercer largometraje, ‘El reflejo de Sibyl’, la directora Justine Triet teje una sutil y enrevesada tela de araña, en torno al débil andamiaje que sostiene el estado anímico de sus dos protagonistas principales. Y ambas, Virginie Efira y Adèle Exarchopoulos, tapan los boquetes de una historia que de otra forma hubiera naufragado sin remedio, constreñida por una perspicacia de salón.
‘El reflejo de Sibyl’ se viene arriba cuando pierde la compostura
Sibyl (Virginie Efira) es una psicológa cuya verdadera pasión es escribir. Dando rienda suelta a su vocación, decide desprenderse de la mayoría de sus pacientes. Al atender la llamada de una joven desesperada (Adèle Exarchopoulos), se verá arrastrada a un complejo juego de espejos, implicándose en los problemas de esta chica, actriz de profesión, con la que en cierta forma se siente identificada.
‘El reflejo de Sibyl’ toma aliento al despendolarse, conforme los protagonistas se enzarzan en un océano de dudas, miserias, medias verdades y ponen a prueba la validez, lo útil del diván como tratamiento del alma. El rodaje de la película en la que Sibyl se enrola adquiere un toque surrealista. En verdad trasladan la sensación de que esas gentes están como un cencerro.
Sin embargo, cuando Triet quiere jugar la baza de lo trascendente, los diálogos se vuelven anodinos. No provocan ni frío ni calor. Y las conversaciones entre psicoanalistas (Sibyl también recibe terapia) adquieren un tinte dogmático, nimio.
Dos fantásticas actrices al frente del reparto
Jugando la baza de lo erótico, Efira y Exarchopoulos se desenvuelven con soltura. La magnética madurez de la primera y el extraño clasicismo de la segunda, sostienen una función que hacia su ecuador daba muestras de agotamiento. Bajo el sustrato de lo acomodaticio, se erige indomable el desenfreno de Sibyl, torturada por ese amor imposible de antaño, en gran medida autodestructivo, pero del cuál su deseo no puede escapar. Y pasar página se convierte en una utopía.