Con su película ‘La ola’ (2008), el director Dennis Gansel asombró con una impactante fábula acerca del poder sugestivo de las doctrinas totalitarias. Un profesor de instituto proponía a sus alumnos un experimento social para descubrir los límites y aspectos más destacados de movimientos fascistoides. La propuesta se le fue de las manos, dejando en el camino no pocos interrogantes y azuzando las butacas de los desprevenidos espectadores. Bebiendo de aquella cinta, Netflix estrena ‘Somos la ola’, miniserie de seis capítulos, que cuenta con el propio Gansel como creador y productor ejecutivo.
La serie no está a la altura de la película
Lo que en la película fluía de manera natural, la serie lo transforma en impostado. El desarrollo de los personajes principales resulta insuficiente, a lomos de unas motivaciones personales epidérmicas, que en algunos casos sucumbe ante lo infantil. ‘Somos la ola’ intercambia la sutileza por la brocha gorda, resintiéndose los elementos dramáticos inherentes a los subtextos.
Tristán (Ludwig Simon) es un nuevo alumno en un instituto de una ciudad alemana, en la que la extrema derecha se hace fuerte. Con un pasado complicado, va a ejercer un instantáneo magnetismo con cuatro compañeros de clase. Un musulmán que siente el racismo en sus propias carnes, un atormentado ante la ruina de una forma de vida, una chica acomplejada por las burlas de compañeros y una joven de bien, quizá cansada de moverse entre privilegios y comodidades, se van a convertir en sus conmilitones.
Sus reivindicaciones abarcan un amplio abanico de lo que podríamos calificar genéricamente como antisistema. Anticapitalismo, ecologismo primordial, rechazo frente a todo lo que suene a elitista, cierto aire libertino y la identificación inexcusable del enemigo: la extrema derecha alemana.
El proceso de radicalización de los protagonistas se deja ingredientes en el camino. No me lo creo. ‘Somos la ola’ deviene en una suerte de travesura juvenil que esconde una venganza cocinada a fuego lento, porque como reflexión política a duras penas roza lo caricaturesco. Su desenlace provoca la risa involuntaria, y lo que es peor, una segunda temporada se cierne amenazante sobre el catálogo de Netflix.