Juan Antonio Bardem

Juan Antonio Bardem: El cine como espejo.

El centenario del nacimiento del director Juan Antonio Bardem nos brinda la oportunidad de revisar una de las filmografías más interesantes, relevantes y a la vez más atractivas de la historia del cine español. Con títulos como Cómicos’ (1954), Muerte de un ciclista’ (1955) o Calle Mayor’ (1956) Bardem se convirtió en estandarte y referente indiscutible del cine español y europeo de los 50 con propuestas estéticamente atractivas y políticamente comprometidas con la lucha anti-franquista. Pero si bien los 50 fueron su década dorada, la de los galardones en festivales internacionales y los elogios de la crítica, toda su carrera está plagada de pequeñas joyas que solo el tiempo y un puñado de críticos y académicos han sacado de un olvido permanente.

Miembro del Partido Comunista de España desde sus inicios hasta su muerte, su cine podía enfurecer a unos e incomodar a otros al tiempo que llenaba las salas, copaba portadas en revistas especializadas y seguía acaparando premios nacionales e internacionales. Aunque acabarían aislándole en un espacio artístico en el que parecía que solo podía sobrevivir él, Bardem nunca dejó de poner el cine al servicio de sus convicciones e ideales políticos para combatir las injusticias sociales, morales e incluso históricas de nuestro país. En estos momentos de turbulencias políticas, tanto en España como en Europa, su cine corrobora que, aunque creamos que ha cambiado todo, algunas cosas nunca cambian.

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Nacimientos y muertes de Juan Antonio Bardem

Juan Antonio Bardem nació el 2 de junio de 1922 en el número 40 de la calle Valverde en pleno corazón de Madrid. Era la casa de sus abuelos Miguel Muñoz y Catalina Sampedro, padres de Matilde, Guadalupe y Mercedes, las tres actrices. Matilde Muñoz Sampedro acabó casándose con el también cómico Rafael Bardem, matrimonio cuyos dos hijos, Juan Antonio y Pilar, andando el tiempo también se dedicarían al negocio del espectáculo.

Bardem creció en un ambiente de cómicos, casi entre las bambalinas de los teatros donde sus padres o tías actuaban. Aunque siempre se sintió parte de una clase trabajadora del mundo del espectáculo, gracias al sacrificio de sus padres, tuvo la oportunidad de recibir una educación burguesa en toda regla. Estudió en el colegio del Pilar, donde se codeó con los hijos de la élite política e industrial que apoyaba y mantenía a Franco en el poder y después llegó a cursar estudios en la Escuela de Agrónomos.

Después de ver El delator’ (1939) de John Ford, el cine poco a poco dejó de ser una actividad de ocio cultural para convertirse en una pasión incontrolable que un joven intelectual con su talento, bagaje cultural e imaginación veía como plausible opción profesional. Por ello, la apertura del IIEC (Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas) en 1947 era una llamada que no podía dejar desatendida. De aquella primera oleada de estudiantes de la escuela saldrían Bardem y Berlanga dispuestos a dar la lata y a hacer un cine más atractivo, inteligente y sobre todo más testimonial que el cine populista que impulsaba el régimen franquista.

Con Esa pareja feliz’ (1951), co-escrita y co-dirigida por ambos, y con Bienvenido Míster Marshal’ (1952), proyecto dirigido finalmente por Berlanga para el cual habían escrito el guion juntos, se puede decir que nace un cine más cercano a la realidad del momento, crítico hasta donde se podía con la ideología y el adoctrinamiento franquista y, sobre todo, más internacional, más exportable, y que servirá de luz en el camino para muchos otros autores.

Bardem y Berlanga rodaje Esa pareja feliz
Bardem (centro) y Berlanga (izquierda) con el equipo de rodaje de Esa pareja feliz (1951).1

Como él mismo contaba, Bardem volvió a nacer en Cannes en 1955, al menos el Bardem director o “filmmaker”, como prefería ser denominado. Nació de la pluma del crítico francés Donoil-Valcroze: “Naissance de Juan” se titulaba aquella favorable reseña y crítica de Muerte de un ciclista’ en Cahiers du Cinéma después de su paso por el Festival de Cannes, donde recibiría el FIPRESCI, premio de la crítica. En esa película Bardem retrataba el egoísmo y la corrupción de esa burguesía en connivencia con los poderes fácticos del régimen; todo parecía un melodrama con tintes de cine negro americano, pero debajo de aquella propuesta tan atractiva y sugerente, que mezclaba el cine de Orson Wells con el de Antonini, había una bomba, la bomba de la verdad que tanto temía la censura, y que tanto apreciaban los jóvenes e intelectuales deseosos de libertad y democracia.

Años más tarde, tras el pase de Sonatas’ (1959) en el Festival de Venecia, en la revista Arts, François Truffaut mataría a Bardem en otro artículo que aviesamente titulaba “Mort d’un Bardem”. Como crítico y cineasta en ciernes de la ya inminente Nouvelle Vague francesa, Truffaut estaba enredado en esa manía freudiana de matar al cinéma de papá, y ni Calle Mayor’ (1956), para muchos su mejor obra, ni La venganza’ (1957), la primera nominación al Oscar del cine español, compensaban por la irregular Sonatas’, ni salvaban a Bardem de la guillotina.

El caso es que en España no cabe duda de que Bardem fue, junto con Berlanga o Fernán Gómez, entre otros, progenitor directo del cine inmediatamente posterior. El Nuevo Cine Español de los 60 no fue más que una mirada atrás hacia los mismos temas y preocupaciones explorados por Bardem y compañía en los 50, si bien ahora estaban aderezados o intoxicados por ciertos toques del cine modernista o de vanguardia europeo, sobre todo el francés.

Murió el 31 de octubre de 2002, y esta vez, desafortunadamente, no fue en un artículo de Truffaut. Su cadáver fue velado en el madrileño cine Doré, la sala de la Filmoteca Española, donde acudieron estrellas y notoriedades del mundo del cine y de la cultura españolas (entre otros, su fiel amigo Luis García Berlanga, los hermanos Almodóvar, Fernando León de Aranoa, Gracia Querejeta, Francisco Umbral), y políticos de la izquierda del momento (Rodríguez Zapatero, Santiago Carrillo, Gaspar Llamazares).

Con el féretro cubierto con la bandera del Partido Comunista, se cantó ‘La internacional’, y algunos levantaron el puño en alto. Su último adiós, como su cine, reunía arte y política bajo el paraguas del espectáculo. Gustase más o gustase menos, Bardem fue coherente con sus ideas hasta sus últimos días, incluso una vez fallecido

Berlanga y Bardem
Berlanga y Bardem.2

Inicio, ascenso meteórico y primeras caídas de Bardem

Bardem compartió debut con Berlanga en Esa pareja feliz’ (1951), una película que pudo haber pasado a la historia como la primera que habría reorientado el rumbo del cine español hacia un modelo realista más crítico. “Huele a cocido”, escribieron los censores, sin saber que años más tarde aquello del olor a cocido, ese apego a la realidad, a los problemas reales del momento, del aquí y el ahora, nos iba dar una lista de buenas películas, y no solo de Bardem o Berlanga.

Inspirados directamente en Navidades en julio’ (Preston Sturges, 1940) y en Se escapó de la suerte’ (Jacques Becker, 1947)por momentos descaradamente imitando algunas de sus premisas y escenas—, Bardem y Berlanga nos ofrecen una comedia ligera ambientada en el Madrid de los primeros 50 que toca temas serios sin perder el sentido humor ni el comercial. Además, Esa pareja feliz’ comienza con una atrevida escena paródica en la que se ridiculiza abiertamente los retóricamente insulsos dramas históricos de Cifesa popularizados por Juan de Orduña en películas como Alba de América’, ‘Locura de amor’ o ‘Agustina de Aragón’. Con esa escena los dos directores no solo se burlaban de un cine acartonado y que mitificaba la heroicidad del pasado de España, ampliamente favorecido por las autoridades, sino que al mismo tiempo denunciaban claramente las carencias de la industria.

Esa pareja feliz’ es una película que vista hoy sigue siendo moderna en su hechura y contemporánea en los temas. Fernando Fernán Gómez y Elvira Quintallá interpretan a una pareja de recién casados con sueños y aspiraciones que no pueden ver cumplidos. Con claros dejes sainetescos, guiños a las comedias de Capra y con un final muy á la Chaplin, la película es una carta de intenciones donde ya se vislumbran las futuras hazañas técnicas y preocupaciones temáticas de Bardem y Berlanga; una comedia romántica, fresca y descarada, que aborda problemas sociales aún vigentes en nuestra sociedad actual: la falta de oportunidades para los jóvenes, el problema de la vivienda, la búsqueda de la felicidad en los espejos de la publicidad o del cine de Hollywood, en la suerte.

‘Esa pareja feliz’ cuenta con elementos narrativos poco explorados hasta entonces en el cine español. Se articula en torno a varios flashbacks que saltan en el tiempo para ir cosiendo la historia de la pareja, e incluso experimenta con el sonido asincrónico y con momentos de meta-cine. Algunas escenas se rodaron en plena calle o utilizando interiores reales. Sin embargo, este relato tan sui géneris de una pareja en apuros económicos abocada a vivir de realquilados y que necesita algo de suerte para ser feliz fue una obra condenada al olvido, al menos para el gran público. Solo tras el triunfo en Cannes de Bienvenido Míster Marshall’  volvió a exhibirse un 31 de agosto de 1953 para algunos privilegiados.

Esa pareja feliz Bardem y Berlanga
Esa pareja feliz (1951).3

Bardem tardó más que Berlanga en debutar en solitario. Lo de no poder co-dirigir Bienvenido Míster Marshall’ fue un golpe duro. Había incumplido el contrato de UNINCI, productora creada para el proyecto, al gastarse las diez mil pesetas de las acciones en pago por su trabajo como director y guionista. Bardem se alejaba del grupo y perdía el tren.

Desde 1951 hasta finales de 1953, Bardem se obstinó en escribir guiones mientras trabajaba de funcionario en el Ministerio de Agricultura. Finalmente acabó vendiendo dos proyectos que se materializarían en sendas películas de ambientes, géneros y estilos totalmente opuestos. Por un lado, realizó Felices Pascuas’ (1954), película ambientada en el periodo navideño que reincidía en los temas de Esa pareja feliz’; un ejemplo claro del neorrealismo rosa italiano made in Spain que abordaba temas serios con humor y elementos satíricos.

Pero a Bardem le interesaba mucho más Cómicos’ (1954), un guion que guardaba en un cajón desde 1951, escrito desde el corazón y la experiencia de su propia familia de cómicos. Habla de las cosas que ocurren al otro lado del telón en una compañía de teatro, de las cosas que los espectadores no vemos. En concreto habla de las trabas y las trampas en el camino de Ana (Cristián Galvé), una joven actriz de segunda que espera y espera a que lleguen los papeles de primera actriz. Siguiendo de cerca los pasos de Eva al desnudo’ (J.L. Mankiewizc, 1950), y hasta cierto punto también deudora de Luces de variedades’ (Lattuada-Fellini, 1951), Cómicos’ da el pistoletazo de salida al mejor cine de Bardem, comprometido con su visión del mundo y su visión del cine.

La factura es impecable y barroca, de encuadres y movimientos de cámara preciosistas, y dejando claro que cada plano y cada corte deben ponerse al servicio de la historia, del ritmo, de los personajes y de las ideas que se quieren comunicar. Cargada de simbolismo y diálogos ágiles e inteligentes, la película se puede leer como un alegato en defensa de la dignidad del trabajador en una sociedad con muy pocas opciones para salir adelante. En cierto modo, Bardem también hablaba de sí mismo. Fue seleccionada para el Festival de Cannes, pero se exhibió en horario de mañana y sin subtítulos. Tras las quejas de algunos críticos, se le concedió un pase más en horario de tarde. Como compensación, a Bardem se le invitó a formar parte del jurado del festival de 1955.

Cristián Galvé y Fernando Rey en Cómicos (1954).4

En 1951, la muestra de cine italiano organizada por el Instituto Italiano Di Cultura le había puesto a Bardem sobre la pista del mejor cine contemporáneo que se estaba haciendo en Italia.

Para algunos esta muestra fue el principio de todo, de Bardem, de Berlanga, y del nuevo cine español que despuntaría en los festivales europeos. Para algunos jóvenes cineastas fue un milagro tener acceso, sin subtítulos, pero al menos sin cortes de censura, a películas de contenido social y político como El molino del Po’ de Alberto Lattuada, pero, sobre todo, la gran epifanía para Bardem fue ver Crónica de un amor’ (1950) de Antonioni. Esta última le impactaría tanto, que Bardem se propuso hacer algo en esa misma línea, y así lo hizo cuatro años más tarde.

Bardem iba a cumplir treinta tres años y, como él mismo declararía alguna vez, por aquel entonces sentía que llegaba tarde a esto del cine. Tanto Eisenstein con El acorazado Potemkin’ (1925) como Orson Welles con Ciudadano Kane’ (1941) habían logrado dirigir sendas obras maestras con tan solo veintiséis años; obras con las que se coronarían como los cineastas más influyentes del cine que vendría.

Bardem tenía claro que Muerte de un ciclista’ debía convertirse en sus Potemkin’ y Ciudadano Kane’ particulares. Para ello, Bardem tiró de manual de estilo wellesiano, pero también se apropiaría de algunos de los elementos clave de la película de Antonioni: giros argumentales, un estilo opaco de planos y secuencias cuidadosamente diseñados, encuadres vistosos, y también de su primera protagonista, Lucía Bosé, que volvería a interpretar a esa pequeña damita de la alta sociedad que bajo su mirada dulce y carita de niña bien escondía el arquetipo de la femme fatale del más puro noir americano. En menos de hora y media, Bardem nos cuenta la historia de las graves consecuencias derivadas del egoísmo de dos amantes (Alberto Closas y Lucía Bosé) que atropellan a un ciclista y lo dejan morir para no ser descubiertos y así mantener su mundo de privilegios intacto.

En ese clásico viaje existencial del cine negro desde el egoísmo a la culpabilidad y a la traición, Bardem desenmascaraba a la burguesía del régimen franquista y nos enseñaba sus tejemanejes y corruptelas, sus “cosas sucias”, su desprecio por la otra mitad de la sociedad que vivía en corralas donde había que hacer cola para el agua. El símbolo del ciclista entraba de lleno en el cine de Bardem con la ayuda de El ladrón de bicicletas’ (De Sica, 1948); Bardem se encargó de añadir algunos más, y de que el montaje de cortes directos, que separaba mundos, ambientes y puntos de vista, politizara aún más la cinta. Bardem ponía en práctica las premisas del estilo de montaje soviético, el estilo del enemigo, y cuyo mejor exponente se ve en la escena del tablao flamenco y en una secuencia de una manifestación estudiantil que replicaba, salvando las distancias, la secuencia de las escaleras de Odessa de Eisenstein; esta secuencia fue mutilada por completo por la censura.

‘Muerte de un ciclista’ (1955) consagró a Juan Antonio Bardem en el Festival de Cannes de aquel año y lo convirtió no solo en uno de los mejores directores del panorama cinematográfico español, sino también en referencia del cine de autor europeo del momento —la revista francesa Positif lo posicionó entre los cinco mejores directores de Europa. Bardem había llegado a la cumbre y ya no había vuelta atrás: propuestas híbridas, altamente formalistas y el pastiche como arma para combatir al fascismo.

Lucía Bosé y Alberto Closas en Muerte de un ciclista (1955)

 

 

 

 

 

 

De vuelta de Cannes, Bardem fue recibido entre vítores y gritos entusiastas por los estudiantes del SEU de Salamanca, donde daban comienzo las Conversaciones de Salamanca.

Bardem era el salvador del cine español, el adalid de un cine realista que contaba la verdad y entretenía, que se podría hacer en Hollywood o por los mejores directores europeos del momento. Se debatía el estado del cine español, y se abogaba por contar las verdades de los hombres y mujeres del país, por un cine de corte neorrealista, como el italiano. En su conferencia, Bardem expuso que el cine español era “políticamente ineficaz, socialmente falso, intelectualmente ínfimo, estéticamente nulo e industrialmente raquítico”, un quinteto que quedaría marcado a fuego para el futuro, y que, aunque no fuese totalmente exacto, ha perdurado en los libros de historia del cine como punto de arranque para estudiar y contextualizar el cine de la época. Desde entonces la palabra neorrealismo colgó sobre sus espaldas, a veces como seña de identidad, otras como sambenito.

‘Calle Mayor’ (1956) corroboró que Bardem podía ser políticamente eficaz y estéticamente sublime. Es la obra maestra de Bardem que le valió el Premio de la Crítica del Festival de Venecia; Betsy Blair, la norteamericana perseguida por la caza de brujas de Hollywood, consiguió una mención especial por su papel de aquella solterona víctima de una broma de gamberros de ciudad de provincias. Los gamberros de Bardem se parecían mucho a los de ‘Los inútiles’ (1953) de Federico Fellini: gente de buenas familias que detentan puestos en los bancos, en la administración o en negocios importantes de la ciudad, y que, a pesar de estar casados y ser gente muy respetada, se aburren y hacen bromas a los demás para capear el tedio. Se les ocurre que Juan (José Suárez) haga creer a la solterona Isabel (Betsy Blair), que “ya está muy vista”, que va en serio con ella, que pasee con ella por la calle Mayor para que les vea todo el mundo, y que en la noche del baile le diga que todo era una broma.

Aunque se inspiraba en La señorita de Trevélez’ de Carlos Arniches, y también apuntaba a Doña Rosita la soltera’ de Lorca, de nuevo Bardem no disimula que sigue a Fellini; tampoco se olvida de las referencias envenenadas al melodrama de mujeres americano ni del montaje de estilo soviético en algunas escenas, como la de la procesión de Semana Santa. Bardem insiste en bellos planos y movimientos de cámara, reincide en la poesía visual, en los diálogos cargados de ternura y reflexiones existenciales, en el uso del sonido y la banda sonora como contrapunto a la actividad mental de los personajes. La técnica es magistral, el mensaje es política y moralmente necesario. La España de provincias estaba sumida en un estado de letargo social, vigilada por el qué dirán, adoctrinada en la represión moral y sexual impuesta por la Iglesia, dominada por la supremacía machista y desprovista de cultura con mayúsculas. 

En ‘Calle Mayor’ no hay niños jugando entre los escombros, ni ciclistas atropellados, ni obreros o pobres olvidados y maltratados por el sistema, pero sí hay una sociedad aborregada que se pasea de arriba abajo por la calle Mayor, que mira por encima del hombro a los demás, que cuchichea y critica; también hay hombres que maltratan y usan a las mujeres, y mujeres cuyos rezos, clase social o complacencia con el sistema no las salva de ser víctimas del infantilismo del nacional-catolicismo, del retraso social, moral y cultural impuesto por los amigos de Hitler y Mussolini. Solo hay un tren para huir y desaparecer para siempre. El melodrama sin final feliz de Isabel es la imagen de la tragedia española según Bardem.

José Suárez y Betsy Blair en Calle Mayor (1956)

‘La venganza’ (1957) pretendía ser su gran fresco sobre los trabajos y los días de un grupo de segadores por los campos de Castilla, un drama rural de casi tres horas donde Bardem finalmente parecía querer sumergirse de lleno en un neorrealismo más puro; rodar la película enteramente en el campo con exteriores naturales y poner a la clase trabajadora como protagonista colectivo indiscutible. La censura rechazó el título inicial de ‘Los segadores’ por su referencia directa al himno catalán, le obligó a ambientar la película en los años de la Segunda República —Bardem consiguió que aceptaran situarla en 1931— y a retocar algunos diálogos. Además, algunas secuencias importantes, como la de una huelga de trabajadores del campo, se cortaron o acabaron totalmente mutiladas para que el contenido político fuera el contrario a lo insinuado por Bardem. ‘La venganza’ contaba con Carmen Sevilla, Jorge Mistral y el italiano Raff Vallone, acompañados por un gran reparto de secundarios como José Prada o Manuel Alexandre, y con la aparición estelar de Fernando Rey. Bardem construye su relato inspirado en varias películas italianas, de las que toma ideas y algunos planteamientos formales que reorganiza y manipula para dar una estructura sólida y coherente a lo que quiere contar. ‘La venganza’ es una ventriloquia de El camino de la esperanza (1950) de Pietro Germi, No hay paz bajo los olivos (1950) de Giuseppe De Sanctis y aspectos concretos de Las uvas de la ira, la novela de Steinbeck que John Ford llevó al cine en 1940. La película abre, como lo hace la de Germi, con una didáctica voz en off de Paco Rabal que introduce el tema del filme sobre una panorámica de los campos de la meseta. Al final, y sobre todo después de los cortes impuestos por la Metro Golding Mayer, que la consideraba demasiado larga, el neorrealismo intencionado se quedó en un drama rural con el foco puesto en la relación romántica entre Andrea (Sevilla) y Luis El Torcido (Vallone), una historia a lo Romeo y Julieta con contendido social y textos y subtextos políticos que seguían las consignas de reconciliación del PCE de entonces. Las dos familias, una rica y otra pobre, un asesinato que alguien no cometió, la avaricia y la soberbia de los que tienen y la resignación de los que no, era suficiente para captar la sutileza metafórica que retrataba las dos Españas. Todo eso por tierras de Castilla, en un filme construido de manera episódica, donde los personajes, como el Quijote de las tierras donde se rodó, se van encontrado con problemas y vivencias que acabarán uniéndolos o tensando la cuerda del pasado entre las familias enfrentadas. ‘La venganza’ cruza el cine social y los dramas rurales italianos con el melodrama al más puro estilo romántico de Hollywood, sin faltar tampoco a la cita de elementos del Western. Vista hoy, parece haber rejuvenecido, tanto por los temas tratados como por la audacia técnica. Gustó menos que las anteriores, pero Bardem obtuvo una vez más el FIPRESCI en Cannes, una nominación al Oscar, y un buen resultado en taquillas, tanto en España como fuera.

La venganza (1957)

Lo que quedaba claro es que Bardem se inclinaba por un cine épico de grandes presupuestos al mismo tiempo que se esforzaba por hacer un cine intelectual y comunicar unas ideas de manera solapada, un ejercicio de malabarismo cinematográfico que le volvería a pasar factura con ‘Sonatas’ (1959). Aquella adaptación de dos de las cuatro “sonatas” de Valle-Inclán lo llevaron por tierras gallegas y mexicanas en un intento por denunciar el absolutismo del régimen franquista y dar memoria a los exiliados españoles a través de un filme de aventuras ambientado en siglo XIX español y mexicano, revolución incluida. Contó con un reparto de lujo: Paco Rabal, Fernando Rey, Aurora Bautista y la ya celebérrima, aunque también metida en años, estrella internacional mexicana María Félix, impuesta por los productores ejecutivos para el papel de la Niña Chole. Ni la toma de consciencia del Marqués de Bradomín (Rabal), ni los gritos de “¡Viva la Libertad!”, ni el valor estético y narrativo de algunas escenas salvaron el filme. Además, volvió a aparecer un fantasma que le perseguía desde hacía tiempo, el del plagio y la imitación del estilo de otros, ya que Sonatas’ dejaba claro en numerosas escenas y en la paleta de colores utilizada que el modelo seguido era el de Senso’ de Visconti. Compitió en el Festival de Venecia y decepcionó. No obtuvo premio. Truffaut se encargó de rematar la faena.

Nuevas olas y cine comercial

A partir de 1959, las nuevas olas europeas habían tomado el cine por sorpresa. Cada poco, de cualquier rincón de Europa, un nuevo director sorprendía con alguna película que de alguna manera renovaba la manera de contar y exponía realidades muy poco exploradas hasta entonces. Empezaba la batalla del modernismo cultural en el cine: la lucha entre lo clásico y lo moderno, entre la generación anterior y los jóvenes de los 60. Bardem estaba en el punto de mira de la censura y de parte de la crítica; su cine había pasado de moda, sus grandes películas eran historia. Pero por muy muerto que quisieran que estuviese, Bardem siguió demostrando que podía volar a la misma altura que los nuevos cineastas con ‘A las cinco de la tarde’ (1960), ‘Los inocentes’ (1962) y Nunca pasa nada’ (1964), filmes que muchos miraron de soslayo, bien porque consideraban que sus días de gloria ya habían pasado, bien porque reincidía con demasiado ahínco en los mismos temas y obsesiones. Pero ¿no es eso lo que ocurre con la inmensa mayoría del cine de autor? En estas tres películas Bardem se pasea por las ruinas del clasicismo y el neorrealismo de su propio cine con una mirada puesta en el futuro, y se inmiscuye, aunque solo sea por el placer de flirtear con las modas, por los sinclinales de una vanguardia donde se reencuentra con el cine de Antonioni o el de Alain Resnais. Se puede decir que en este periodo Bardem sigue a los jóvenes que despuntan bajo esa etiqueta sexy de nuevos cines o nuevas olas. Se desentiende de modelos anteriores precisamente volviendo a temas que ya había tocado; es decir, el ataque a la burguesía complaciente y la toma de conciencia siguen intactas, pero el enfoque narrativo es menos clásico, y también se percibe una tendencia experimental hasta ahora desconocida en su cine.  

‘A las cinco de la tarde’ (1960) parte de ‘La cornada’,  la obra de Alfonso Sastre con la que el dramaturgo ya experimentaba con las formas, la estructura y lenguaje teatral. Es una película sobre el toreo sin demasiado toreo que se centra en la pugna saturnina entre el torero joven y el viejo apoderado, y entre el torero apartado del toreo y el apoderado que ya no le da otra oportunidad, y donde Bardem quería reflejar la lucha despiadada del hombre por el hombre. El resultado es una película que abandona lo clásico para hacer un viaje por la actividad mental de los toreros que son humillados por la prepotencia y el poderío económico del empresario, y donde los personajes principales son como dobles o espejos de sí mismos en distintos momentos de sus vidas. La narrativa se divide así en dos historias que se irán entrecruzando, una forma de estructurar la narrativa en sintonía con las preocupaciones y estéticas modernistas y que, junto con algunas secuencias oníricas, referencias visuales al poema de Lorca de donde se extrae el título y la música de índole experimental ya usada en la obra de Sastre, compuesta por el gran Cristóbal Halffter, consiguen que el cine de Bardem dé un paso hacia adelante.  El final es de lo más impactante que rodara Bardem, y las interpretaciones de Paco Rabal, Núria Espert, Julia Gutiérrez Caba y Enrique A. Diosdado bien merecían las dos orejas y el rabo.  

Enrique A. Diosdado y Paco Rabal en A las cinco de la tarde (1960)

En ‘Los inocentes’ (1962) la tendencia a ese cine que se aleja del neorrealismo y el clasicismo de los 50 es aun más evidente. Se le acusó a Bardem de repetir los temas expuestos en ‘Muerte de un ciclista’, al igual que a ‘Nunca pasa nada’ se la denominó “Calle Menor”. En realidad, ambas películas son spin-offs de sus propias películas, una mirada autorreflexiva cargada de intertextualidad bajo el prisma de las vanguardias de los jóvenes, aunque sin pisar demasiado el acelerador. Si en ‘Muerte de un ciclista’ los amantes atropellan a un ciclista y se dan a la fuga, en ‘Los inocentes’ los dos amantes mueren en un accidente de coche, lo que despliega una narrativa en la que la hija y el esposo de los recién fallecidos se conocen, dando lugar a un idilio romántico destinado al fracaso; Elena (Paloma Valdés) es aún menor e hija de una familia de industriales muy importante; Guido (Alfredo Alcón) es un simple oficinista. En esta película, como en ‘La aventura’ (1960) de Antonioni o en El año pasado en Marienbad’  (1961) de Resnais, los muertos siguen vivos en sus cabezas, les persiguen, hasta que al final Elena y Guido acaban convirtiéndose en esa pareja de amantes destinados a la muerte, esta vez figurada.   

Paloma Valdés y Alfredo Alcón en Los inocentes (1962)

En ‘Nunca pasa nada’ (1963) en realidad Bardem elucubra sobre la posibilidad de que el Juan y la Isabel de ‘Calle Mayor’ se acabaran casando y siguieran viviendo en una ciudad de provincias española donde nunca pasa nada. Son Enrique (Antonio Casas), médico conocido y respetado en la ciudad, y Julia (Julia Gutiérrez Caba), ama de casa. No tienen hijos, no tienen sexo, no tienen amor;  solo tienen la rutina de la vida provinciana, el cuestionable respeto de los vecinos y los paseos por la calle Mayor. De nuevo la radiografía de la burguesía, de nuevo los incisos políticos; de nuevo una mujer maltratada y humillada por el marido y vigilada por las malas lenguas que se reúnen en la mercería, y un hombre insatisfecho, desencantado, que rememora con nostalgia los días en que luchó por unos ideales durante la guerra para construir esa España en la que vive. No, eso no es todo lo que Bardem nos ofrece en la que puede que sea su película más lograda a todos los niveles.

Que Bardem vuelva al melodrama doméstico como símbolo de opresión y conflictos sociales o políticos no significa que haya claudicado. Ahora hay una nueva generación representada en la película, los jóvenes de los 60 que harán tambalear el equilibrio silencioso y la honorabilidad de esa pareja de casados. Jaqueline (Corinne Marchand), cabaretera de una troupe de revista que cae enferma y se ve obligada a quedarse en la ciudad, y Juan (Jean Pierre Cassel), el profesor de francés del colegio con quien la atractiva y llamativa Jaqueline puede al menos comunicarse en su lengua. Ambos van a tentar los deseos del matrimonio de revivir emociones y sensaciones perdidas, tal y como los nuevos cines ya habían tentado a Bardem, que se despoja de los cortes directos y el ritmo frenético de otras producciones para narrar con largos planos secuencia, tomándose el tiempo necesario y aprovechando la arquitectura y los encuadres de puertas y ventanales para mover la cámara alrededor de los personajes y los personajes alrededor de la cámara,  como si esta fuese un curioso más que se inmiscuye en la vida de los demás por puro aburrimiento. Hay también secuencias rodadas en exteriores con cámara en mano, de corte naturalista y documentalista, y con Corinne Marchand caminando sin rumbo por el pueblo, como una flâneuse del cine francés, y por supuesto diálogos en francés subtitulados al castellano. Por si fuera poco, Bardem aprovecha la co-producción con Francia para que de paso Georges Delerue, compositor fetiche de la Nouvelle Vague, le ponga música al filme, una banda sonora que nos transporta, como la propia Corinne Marchand, al centro de la vanguardia del cine francés del momento. El resultado es una película nueva con olor a clásico, con restos neorrealistas sin serlo del todo, típica y atípica al mismo tiempo, muy española, pero muy extranjerizante, algo que compartía con sus películas de los 50. Bardem se inspira en sí mismo, y construye desde el pasado el relato del presente donde en el Bar moderno Corinne Marchand se pone a bailar un rock delante de los hombres, y donde el desarrollismo ha plagado  de camiones y coches las calles de una ciudad donde los jóvenes arrastran a los mayores al futuro, aunque al final los mayores se resignen a aferrase al pasado, a esa existencia donde la sociedad prefiere que nunca pase nada.

Corinne Marchand y Jean-Pierre Cassel en Nunca pasa nada (1963)

Tras el escándalo ‘Viridiana’ (Buñuel, 1960), condenada como blasfema por el Vaticano tras recibir la Palma de Oro, como miembro del consejo de UNINCI, productora que convenenciera a Buñuel para rodar el proyecto en España, Bardem había quedado una vez más en el punto de mira de las autoridades censoras y políticas. Esta vez el aparato censor no solo prohibía ‘Viridiana’ , sino que también paralizarían el rodaje de ‘Nunca pasa nada’ , programado para 1961, y después prohibirían el guion de ‘Los inocentes’ , que al final se tuvo que rodar en Buenos Aires y que se presentaría en el Festival de Berlín como película argentina. Ambas sufrieron cambios, cortes e incluso autocensura por parte de Bardem, que no quería volver a tenérselas con los funcionarios de la tijera. Ambas se estrenaron con años de retraso en 1964, lo que propició una oleada de artículos sobre Bardem y su cine durante ese año.  Sin embargo, a pesar de las buenas críticas, sobre todo en la prensa internacional, las tres películas en las que Bardem demostró su capacidad camaleónica para integrar el futuro en su cine del pasado pasaron con más pena que gloria en España.

Desgastado por tanto luchar contra los críticos y las cortapisas de la censura, Bardem dio un giro de 180 grados a su trayectoria. Había que ganarse la vida y aceptar proyectos que le mantuvieran en las salas, y a flote económicamente. Se embarcó entonces en un cine que se alejaba del comentario y la crítica social o de intencionalidades políticas, y en esta tesitura de confusión artística y desamparo crítico aparecieron algunas de sus obras más comerciales. Salvó la ropa con ‘Los pianos mecánicos’ (1965), un eropudding con estrellas internacionales del calado de James Mason o Melina Mercury; se estrelló con el film bélico ‘El último día de la guerra’ (1969); descarriló con el musical ‘Varietés’ (1970), un remake de ‘Cómicos’ con Sara Montiel, pero mantuvo la compostura con el giallo ‘La corrupción de Chris Miller’ (1972) y el thriller negro ‘El poder del deseo’ (1975), en ambas ocasiones con una Marisol altamente sexualizada en pantalla que buscaba afirmarse como actriz y olvidar su pasado de niña cantora de España, reclamo ineludible para el espectador medio de la época, ávido de aquello que se censuraba en otras épocas.

Transición, democracia y fin de partida

Con la muerte del dictador, llegaron proyectos más afines con sus ideales y posiciones políticas. En ‘El Puente’ (1976), con Alfredo Landa como protagonista, Bardem manipulaba y criticaba la complacencia de las superfluas narrativas propias del “landismo” para arrimar el ascua a esa sardina más comprometida con las luchas del Partido Comunista. ‘El puente‘ es una road movie en toda regla, un ‘Easy Ryder’ bardemiano con episodios cómicos y absurdos, y toma de consciencia incluida, en la que Alfredo Landa interpreta a Juan, un mecánico pasota e individualista, despreocupado por la lucha de los trabajadores, que no piensa sacrificar un día de fiesta por acudir a una manifestación. Bardem tira de comedia y de episodios marcados por el didactismo y el inciso político para retratar los restos del naufragio de una España acuciada por la inercia de la desigualdad y el caciquismo franquista, y que ya está a punto de cruzar el puente que la llevará a la orilla de la democracia. Después de su viaje en moto a Torremolinos, testigo de episodios humillantes y vejatorios, Juan acaba transformado en el “homus bardemiano” y toma conciencia de la necesidad de luchar por sus derechos. ‘El puente’ es un retrato muy suigéneris de la España de la Transición desde el prisma ideológico de Bardem. También supuso un punto de inflexión en la carrera de Alfredo Landa, que ahora se erigía como un actor más que válido para proyectos más dramáticos.

Alfredo Landa ligando en ‘El puente’ (1976)

‘Siete días de enero’ (1979) fue un filme atrevido que, de no haber sido por Bardem, no hubiera hecho nadie en aquel momento. Tan polémico como valiente, en clave de thriller político y con claros guiños a ‘Z’ de Costa-Gavras, la cinta enjuicia entre la ficción y el relato documentalista a los ideólogos y pistoleros de la ultraderecha que perpetraron el asesinato de los abogados laboralistas de Atocha el 24 de enero de 1977. Hubo protestas y se intentaron boicotear algunos cines. Aunque la película es irregular y no mantiene la finura y el ritmo de sus mejores películas, Bardem aúna sentido del espectáculo y melodrama psicológico a raíz de las investigaciones que algunos periódicos habían iniciado sobre el caso, aún pendiente de sentencia y con algunos de los asesinos fugados del país.

Siete días de enero (1979)

Bardem seguía llenando salas, creando polémica, acaparando entrevistas y columnas en los periódicos, pero las respuestas de los críticos siguieron siendo tibias. La generación de los 60 se había asentado y habían surgido nuevos directores con propuestas más frescas y descaradas que dejaban lo político más de lado para buscar el lado más humano de los cambios del momento o del pasado. Competir con el cine de Saura, Erice, Gutiérrez Aragón o Garci no era tarea fácil. Bardem se refugió entonces en la memoria y la historia, y ya nunca volvió su mirada sobre el aquí y el ahora, a ese realismo testimonial anclado en el presente. Su interés por el cine histórico nos dejaría una última joya para nuestra historia del cine y la televisión, la serie de TVE ‘Lorca, muerte de un poeta’ (1987), de nuevo con elementos inéditos y juicios que levantaron cejas y ampollas entre aquellos que preferían mantener en silencio la memoria histórica del asesinato de Lorca, y por consiguiente silenciar las atrocidades cometidas por los rebeldes que se levantaron contra la democráticamente elegida Segunda República. Coescrita con Ian Gibson, académico y experto en Lorca, y con la colaboración de Mario Camus, la serie de seis episodios es todavía a día de hoy el mejor documento de ficción televisiva sobre la vida y la muerte del poeta granadino, donde Bardem recurre al docudrama, a la narrativa de ficción, a imágenes de archivo y a un uso muy creativo de la voz en off para reconstruir el contexto social y personal del poeta, sin desdeñar su labor artística y literaria. La historia y la memoria de Lorca no solo eran la historia y la memoria del primer tercio del siglo XX español, sino también la historia y la memoria de todas las víctimas del franquismo.  Con ‘Lorca, muerte de un poeta’, Bardem consigue ponernos, como a Lorca, frente a un pelotón de fusilamiento que acaba disparándonos en un fotograma congelado, momento inolvidable que el espectador retiene en la memoria para siempre. En cierto modo es lo que Bardem había hecho en todas sus películas, ponernos a todos frente al espejo de nuestra historia más cruel.

Lorca, muerte de un poeta (1987)

Para TVE también rodó ‘Jarabo’ (1985) y la miniserie El joven Picasso’ (1992) con el apoyo de las televisiones autonómicas, de nuevo ficciones basadas en personajes reales que pretenden ser retratos envueltos en crítica social y política de épocas pasadas que Bardem embadurnaba con su buen hacer, aunque ya demasiado clásico para muchos. El viejo cineasta se aferraba al vanguardismo de antaño y ya no pudo, probablemente no quiso, alcanzar el dinamismo frenético del cine postmoderno que se le vino encima con Almodóvar, Medem, De la Iglesia, Amenábar etc.  Su despedida debería haber sido ‘Regreso a la calle Mayor’, un docudrama con insertos de la película original de 1956 que pretendía demostrar que la sociedad española de provincias aún seguía estancada en la moral los 50. Desafortunadamente, se despidió de la profesión con ‘Resultado final’ (1998). El cáustico relato sobre las corruptelas del PSOE no se entendió, y la modelo Mar Flores en el papel protagonista, más que actuar como salvavidas, acabó condenándola al hundimiento.

Ante todo, cinefilia y militancia

Bardem fue un cineasta de fondo, capaz de hacer un cine al tiempo clásico y vanguardista, comercial y personal, y marcado inevitablemente por el pastiche, esa imitación o emulación de estilos específicos o autorales, que nadie mejor que él supo poner al servicio de una ideología que buscaba desenmascarar un régimen autoritario y contar la verdad, o al menos su verdad, sobre la coexistencia de los hombres y mujeres de la sociedad que le tocó vivir. Esa creativa apropiación del otro cine que España no podía ofrecer—al menos desde su punto de vista— y su activismo desde la izquierda política, tanto en la dictadura como en democracia, acabaron siendo su marca autoral, su sello inconfundible, pero también le limitaron y le encerraron en un espacio cinematográfico que solo él podía habitar. Aunque ni Welles ni Antonioni ni Fellini ni Visconti jamás se quejaran de haber sido plagiados por Bardem, muchos le negaron la originalidad, tachándole de plagiario o usurpador del estilo de otros. Lo cierto es que Bardem, sin habérselo propuesto, se anticipaba a las tendencias postmodernistas actuales, donde el pastiche, la referencia, el homenaje o las citas directas a otros autores, películas o estilos son demostraciones de agilidad creativa o artística, además de elemento esencial e identitario de la cultura postmoderna en las artes en general. Pero a diferencia de otros, Bardem logró convertir aquellas obras y estilos autorales en los que se inspiraban o que imitaba en algo nuevo y relevante, tanto para el espectador como para la industria en la que trabajaba. Ahí subyace su capacidad y valor artísticos. Sus mejores películas fueron espejos fílmicos de la injusta y atrasada sociedad franquista; productos culturales que promulgaban la necesidad de un cambio de sistema, que denunciaban el egoísmo de clase y de género, y que gritaban por acabar con el silencio, viniese de donde viniese, para recuperar la memoria histórica de los perdedores de la guerra, de las víctimas de esa historia escrita por los vencedores. En general sus mejores películas, aquellos proyectos personales, demuestran el afán de Bardem por alcanzar la modernidad marcada por los cines europeos del momento sin desdeñar los factores de espectáculo y entretenimiento, asimilando y explorando expresiones estéticas menos ortodoxas, o mezclando y superponiendo estilos que siempre puso al servicio de su ideología marxista y de las estrategias políticas del PCE, del cual fue miembro y activista intelectual desde su juventud hasta su muerte. Si tuviéramos que definir el cine de Bardem en pocas palabras, diríamos que era un cine cinéfilo y politizado, un coctel explosivo de cinefilia y militancia política.

La misma Filmoteca donde Bardem en su muerte volvía a aunar arte y política, le había dedicado un ciclo a toda su obra como antesala al Goya de honor a toda su carrera que se le concedería ese año. En la gala, se le recordó no sólo por las grandes obras que realizó, sino también por todas aquellas en las que colaboró, y, sobre todo, por aquellas que no lograron salir adelante, que, como él insistía, también le definían como intelectual y cineasta, y que fueron muchas. Entre ellas se encontraban proyectos de adaptaciones de novelas como ‘El desprecio’ de Moravia, que acabaría rodando Jean Luc Godard; ‘El rey y la reina’ de Ramón J. Sender; ‘Isadora’ , sobre la vida de la bailadora de los años 20 Isadora Duncan, que luego rodaría Karel Reisz, o la adaptación de la novela de Ignacio Aldecoa ‘Gran sol’ , cuyo guion Bardem llegó a tener bastante avanzado. Quizá sin saberlo, o con una mera intuición de que ya no volvería a dirigirse al gran público, a punto de cumplir ochenta años, Bardem se despedía de su vida en el cine delante de sus colegas de profesión agradeciendo el Goya de honor a su mujer, a sus hijos, a los compañeros de la academia y a los de partido, y recordando a todos los de su clan, los Bardem. Se lo habían concedido “tanto por mi tozudez en hacer cine como por mi tozudez para ser leal a mí mismo”, dijo. Enmascarado detrás de aquel humor socarrón que nunca perdió, terminaba su discurso lanzando un grito desesperado por seguir haciendo cine: “¿Hay algún productor en la sala? Tengo un par de proyectos interesantes; no demasiado caros. Soy eficiente […] Lo digo por si pueden emplearme ya, ahora”.

*Fuentes fotográficas:

  1. Berlanga Film Museum
  2. Hoy Es Arte
  3. Centro Virtual Cervantes
  4. ABC

2 Respuestas a “Juan Antonio Bardem: El cine como espejo.”

    1. Miguel, muchísimas gracias a ti por el comentario y el interés, de verdad. Después de años dedicado al estudio del cine de tu padre, ha sido un honor y un placer poder sacar este reportaje, escrito desde la admiración y también desde la humildad que conlleva hablar de una figura tan relevante en la historial del cine español y europeo. Personalmente me alegro—nos alegramos— mucho que os haya llegado. J.A. Bardem sigue y seguirá, que es lo importante. Bienvenido a rockandfilms! Jesús Urda.

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