Los caballos cimarrones, los caballos salvajes americanos, son uno de los últimos vestigios de un mundo que desaparece. Antaño florecieron por las inmensas llanuras de la planicie americana. ‘The mustang’ es una película que va más allá de la mera oda a la belleza de este animal único. Supone un canto a la esperanza, a la posibilidad de redención, un volver a empezar.
Un preso complicado
En ‘The mustang’, Matthias Schoenaerts da vida a Roman, un recluso conflictivo. Un tipo cuya dureza aparente, esconde un interior atormentado, casi destrozado por dentro. Y no atisba mejor manera de aplacar sus demonios intrínsecos, que la búsqueda del aislamiento. La soledad para tirar hacia delante, como el pateo en el rugby, ganar metros para sacarse de encima la presión del contrario. Sólo que aquí, el rival es un adversario mucho más terrible e implacable, uno mismo.
Casi por casualidad, el destino le brinda al protagonista la oportunidad de participar en un programa de rehabilitación. Los presos doman a caballos salvajes, que posteriormente son subastados, lo que propicia que esta práctica no le cueste un centavo al contribuyente. Miel sobre hojuelas en el país del capitalismo, dónde la reinserción del delincuente no entra precisamente en el ámbito de las prioridades.
Un caballo renueva las ilusiones perdidas
Roman va a canalizar su estado de ira, a partir de la interacción con un caballo particularmente indómito. Dos fuerzas de la naturaleza desbocadas, selváticas en la simplicidad de sus respectivas condiciones. Si la música amansa a las fieras, el baile de Roman con el caballo durante el proceso de doma, encenderá en el primero la chispa de la socialización. Como avanzó Aristotéles, el hombre es un ser social por naturaleza.
Laure de Clermont-Tonnerre, directora de la cinta, reflexiona hacia el final, sobre las dificultades de borrar el pasado, dejando un poso agridulce. Ciertamente la vida es un plato dónde se mezclan muchos sabores. Y no todos casan bien.