El director norteamericano Riley Stearns, se aproxima con su segundo largometraje, ‘The Art of Self-Defense’, a los intrincados y serpenteantes terrenos en los que se asienta la comedia negra. Se vale de cierta filosofía que emana de las artes marciales de origen oriental, para, acomodándola a su gusto, componer una película repleta de alegorías.
Un joven sufre en plena calle un brutal asalto
Casey (Jesse Eisenberg) encarna a un muchacho de 36 años. Solitario, aquejado de una timidez que roza el paroxismo, Eisenberg se siente como pez en el agua dotando a su personaje de los miedos e inseguridades que hacen de él un paquete. Una noche es asaltado por un grupo de motoristas, que lo mandan al hospital tras una salvaje agresión.
A partir de esta experiencia, decide combatir sus temores con algún medio de autodefensa. Casi por casualidad llama su atención un gimnasio donde un variopinto grupo de personajes practica karate. Dirigido por un maestro (Alessandro Nivola) de personalidad inalienable, pronto va a dejarse embaucar por unos mensajes simples pero efectivos.
En su desarrollo, ‘The Art of Self-Defense’ se prodiga en el uso de simbolismos: las mascotas con las que el protagonista empieza y acaba su andadura, la idolatría y veneración que se profesa a un antiguo maestro cuya foto preside el tatami, el papel más o menos puro de las armas de fuego, desembocando en la particular relación que Casey va a entablar con el sensei.
El poder de atracción de la masa
Los diálogos dejan paso a una soterrada crítica de la violencia. Y los subtextos en como determinados sujetos son fácilmente maleables por la presión que llega a ejercer la masa, el grupo, convertido en poderoso elemento identitario para mentes frágiles.
El guión se abona a la extravagancia como recurso no sólo estilístico, sino narrativo. Es lo que se espera de una propuesta con sus mimbres, que Riley Stearns liquida con una puesta en escena de sobria mordacidad.