Ficción basada en vivencias de su propia infancia y primera juventud, ‘Los Fabelman’ (The Fabelmans) nos devuelve a un Steven Spielberg en plena forma después de las tibias críticas obtenidas con el remake de ‘West Side Story’ (2021). Sin abandonar el sentido de entretenimiento y del espectáculo propios de su cine, Spielberg busca dibujar un tierno y personal relato sobre el paso de la inocencia a la madurez de un joven atrapado entre la ilusión por hacer cine y el desmoronamiento de su familia. De la mano del galardonado dramaturgo y guionista Tony Kushner (‘Munich’, ‘Lincoln’, ‘West Side Story’), Spielberg destripa y recrea elementos autobiográficos para lanzarnos a un vertiginoso viaje en locomotora donde la imperiosa necesidad de evasión a través del cine irremediablemente colisiona contra las obligaciones y las amarguras sobrevenidas de las pequeñas tragedias domésticas. Con ‘Los Fabelman’ Spielberg escribe una carta de amor a su familia y al cine que le hizo soñar con la posibilidad de ser cineasta, al tiempo que reflexiona sobre las dudas y el sufrimiento ocultos tras el talento, las pasiones y la libertad de elección.
‘Los Fabelman’: El descarrilamiento del tren
Todo empieza con un accidente de tren en una película. Acompañado por sus padres, con seis años Sam Fabelman (interpretado por Mateo Zoryon) acude por primera vez al cine para ver ‘El mayor espectáculo del mundo’ (Cecille B. De Mille, 1952), su primera experiencia ante la pantalla grande. Desde la oscuridad de la sala, Sam observa atónito como un tren descarrila llevándose por delante a un Cadillac conducido por un hombre que pretende pararlo, y que al final, como el tren, salta por los aires. Traumatizado por las imágenes, Sam se obsesiona con recrear el accidente con el tren eléctrico que su padre, Burt Fabelman (Paul Dano), le regala durante los días de la Janucá (la Navidad judía). Consciente del impacto emocional, su madre, Mitzi (Michel Williams), le presta a Sam la cámara de 8 mm de su padre para que grabe la recreación del accidente y así pueda verlo cuantas veces quiera sin dañar la réplica de juguete del preciado tren Lionel. Lo que debería actuar como una forma de terapia, acaba siendo el detonante de una explosiva y fascinante pasión.
‘Los Fabelman’ reincide en la idea de que la ilusión del medio cinematográfico puede ser un arma muy poderosa con la que uno no solo puede enfrentarse a la vida y al miedo, sino también manipularlos con diferentes fines. Sam pronto se olvida del tren Lionel y se centra en la cámara, su nuevo juguete, para recrear en casa situaciones cómicas o terroríficas —con un despliegue de ingeniosos trucos y efectos especiales que en cierto modo son embriones del espíritu innovador del propio cine de Spielberg—con sus dos hermanas.
Con un ágil e imaginativo uso del corte directo para hacer avanzar la historia en el tiempo, y que a veces nos recuerda a famosas y ya iconográficas transiciones en obras como ‘Ciudadano Kane’ (Welles, 1941), ‘Lawrence de Arabia’ (David Lean, 1962) o ‘2001: una odisea del espacio’ (Kubrick, 1968), Sam se hace adolescente con una cámara en la mano y al grito de “corten”. Después de ver ‘El hombre que mató a Liberty Valance’ (John Ford, 1962) lo vemos dirigiendo un Western con los chicos de su grupo de Boy Scouts, que después exhibe en el colegio para el deleite de sus compañeros y tutores. Sam se evade del mundo real mientras recrea los mundos que ve en las películas como forma lúdica de ausentarse del deber y las convenciones y restricciones familiares propias de una familia de judíos ortodoxos de clase media americana. Sin embargo, será el ojo de su cámara el que acabe revelándole un secreto que hasta ahora permanecía solapado entre el ambiente locuaz y extravagante de este atípico nido familiar. El cine no solo es imaginación, trucos y montaje, a veces también oculta verdades que debemos encarar y aceptar. El dolor del drama salta de la ficción proyectada en una pantalla para meterse en el salón de casa; la familia feliz y perfecta de Sam se encamina sin remedio hacia un descarrilamiento inevitable, que acabará en espectacular accidente doméstico.
El Sam adolescente (Gabriel LaBelle) es consciente de que su amor por el cine es más que una afición, algo que le deja claro a su padre cada vez que este intenta persuadirlo para que se dedique a la creación de cosas u objetos más beneficiosos y aprovechables para la sociedad. Atrapado entre la mente cuadriculada y lógica de Burt —pionero de la ingeniería informática — y el espíritu libre y creativo (aunque inestable) de Mitz —pianista que abandonó la música para dedicarse a su familia—, Sam, como sus padres, se ve ante el precipicio de la juventud con una mochila repleta de ilusiones, pero también de miedos y dudas inherentes a su potencial talento como cineasta en ciernes.
Spielberg y Kushner conocen muy bien las trampas que la vida les depara a los artistas y lo difícil que puede ser salvar ciertas dicotomías: la familia y la educación reglada son más importantes que las películas, aunque las películas acaben siendo parte de tu familia y parte de tu educación; el arte y la creación son solo algo secundario que no reporta ni seguridad ni estabilidad, aunque desarrollar pasiones te haga sentir más seguro y estable, y además son irrefrenables. “Tu pasión por el arte te hará pedazos”, le recuerda su tío Boris (genialmente interpretado por Judd Hirsch) en una de los mejores y más desgarradoras escenas de la película. El arte y la familia son como el tren y el coche de la película de De Mille; por mucho que queramos evitarlo acabarán chocando y saltando por los aires.
Catálogo de momentos ‘spielbergianos’.
‘Los Fabelman’ pasa a formar parte de una la lista de películas basadas o inspiradas en las memorias de infancia de sus autores, y que recientemente nos ha dado títulos como ‘Roma’(2018) de Alfonso Cuarón o ‘Belfast’(2021) de Kenneth Branagh. Sin embargo, estas últimas guardan poca o ninguna relación con el universo fílmico que fueran a desarrollar sus directores en el futuro. Por el contrario, en el caso de ‘Los Fabelman’, Spielberg no se sonroja lo más mínimo al reincidir en obsesiones y estilemas de su propio cine, un cine que desde el futuro penetra de lleno en el presente temporal de su propia ficción autobiográfica; es decir, el filme está plagado de guiños visuales y temáticos expuestos en su cine anterior que no pasarán desapercibidos para los fans del director, es decir, para medio mundo. Tiene todo el sentido, podría aclarar un académico en estudios de autor, ya que su obra, por la lógica de la teoría de los autores, forzosamente debería estar plagada de elementos visuales y temáticos derivados de su propia experiencia vital y de su personalidad: el niño con la linterna en la oscuridad de una habitación a punto de descubrir algo que pondrá su vida patas arriba, madres locuaces y creativas, divorciadas o separadas y desbordadas por hijos hiperactivos o hipercreativos, padres ausentes, obsesivos y taciturnos, hermanos chillando durante el desayuno, un coche cargado de niños por una carretera solitaria donde el horizonte nos recuerda a las Westerns de Ford, un grupo de adolescentes montando en bicicleta, las marcas de la guerra de papá o la Segunda Guerra Mundial, el contexto doméstico de familias desestructuradas o a punto de serlo, el sustrato moral y cultural de la ortodoxia judía, y que inmediatamente nos hace pensar en su historia más espantosa y a la que Spielberg rindió homenaje y memoria en ‘La lista de Schindler’ (1993), las fiestas de jóvenes en la playa y el temor de Sam al agua, que hacen clara referencia al rodaje y al Sherif de ‘Tiburón’, y, ¿por qué no?, los valores de la supervivencia y la exploración de los Boy Scouts como antecedente primigenio a las aventuras de un tal Indiana Jones.
Como ocurre en la mayoría de las películas del rey Midas de Hollywood, nada en ‘Los Fabelman’ está dejado al azar. Aun cuando en este caso se trate de un guion que evade la férrea estructura clásica para contar de manera más episódica, Spielberg y Kushner consiguen que nos quedemos sentados en el asiento durante 150 minutos sin pestañear. Y es que todos los elementos de la película conforman una maquinaria de relojería cuyo fin último es la perfección absoluta. Por un lado, el dos veces oscarizado Janusz Kaminski (del que Spielberg no se desprende desde ‘La lista de Schindler’) se anota una nueva nominación por la fotografía, que, apuntalada en ingrávidos movimientos de cámara y encuadres precisos y calculados, sin llegar al barroquismo, sabe transmitir con seguridad los matices de la nostalgia y la memoria de una época, al tiempo que se empeña en reflejar la luces y las sombras de los Fabelman. Tanto la música de John Williams como el montaje se esfuerzan por esquivar los excesos para centrarse en el valor de la escena y las transiciones haciéndose prácticamente invisibles. Por supuesto, el diseño de producción (nominación incluida) tampoco pasa desapercibido, resucitando con entusiasmo las modas y estilos de los 50 y 60 unos EEUU en pleno apogeo económico. El colmo de la perfección son las interpretaciones de los actores principales. La cuatro veces nominada al Oscar Michelle Williams (Manchester junto al mar, Blue Valentine, Brokeback Mountain) y que opta una vez más a la preciada estatuilla dorada como mejor actriz por su papel como Mitz Fabelman, fluye de un estado de ánimo al otro con una enigmática naturalidad. Enérgica y apabullante, sensible y delicada, vivaz y melancólica, Williams es capaz de encarnar y encapsular las diferentes aristas de la tristeza y la belleza de todas las madres del cine de Spielberg. Paul Dano consigue transformarse en un ingenuo y entrañable Burt Fabelman, de camino entre la grandeza y el patetismo, ensimismado en un mundo del ganador que acepta la perdida con dignidad. Además, sorprende la agilidad interpretativa de Gabriel LaBelle, que riza el rizo como avatar del joven Spielberg, dotando al personaje de Sam de una sabiduría y madurez impropias del adolescente medio, pero muy adecuadas para un avezado jovenzuelo que quier ser un gran hacedor de películas. Pero si a hay un actor que debería llevarse el Oscar por su trabajo en esta película de todas todas, ese es Judd Hirsch (‘Independence Day’, ‘Una mente maravillosa’), nominado como actor de reparto, una fuerza inexorable que en sus quince minutos de cameo arrasa con todo y con todos, dentro y fuera de la pantalla, dejándonos con ganas de más.
Obviando el sentimentalismo exacerbado y una indulgente huida de la realidad, marca de la casa desde sus primeros trabajos para la televisión (véase ‘El diablo sobre ruedas’) y muy presente en casi todos sus filmes, se puede decir que el neoclasicismo de Spielberg es un dulce que nunca amarga, siempre impregnado con las esencias del éxito, la fama y los galardones, y aunque probablemente ‘Los Fabelman’ no pasará a la historia como su mejor película, o una de sus mejores, sí que actuará de epicentro para el estudio y el análisis de su cine, el cual podríamos definir como un catálogo de imágenes y escenas iconográficas al servicio del relato, de la historia del cine y del público, puro estilo Hollywoodiense.
‘Los Fabelman’: El poderío de una industria: de Ford a Spielberg.
A pesar de la insistencia en el sufrimiento del joven artista atrapado entre el deber y la pasión, ‘Los Fabelman’ también nos recuerda que el poderío de la industria del cine americano no solo empieza en los estudios de Hollywood, sino en los garajes de las casas de las familias de clase media. Sam se puede permitir el lujo del dinero, el tiempo y el espacio para llevar a cabo sus primeros pinitos como mago del cine comercial, tiene acceso a cámaras Super 8, a mini-suites de edición, e incluso llega a rodar un reportaje á la Spielberg sobre el festival del colegio con una cámara de 16mm que le presta el padre su primera novia. Además del talento, la imaginación y el trabajo duro como requisitos indispensables para convertirse en cineastas, la generación de Spielberg contaba con un arsenal de posibilidades técnicas y artísticas que son consecuencia directa de la solvencia económica que alimentaba la ambición cultural de las clases sociales profesionales de los años 50 y 60. En cierto modo, no es ningún descubrimiento, lo que marca la diferencia entre el cine americano y el europeo fue, es y seguirá siendo el dinero como medio indispensable para hacer dinero.
Este poderío sociocultural y económico venía reforzado por una maquinaria que, a pesar de su declive durante los últimos 60, seguía bien engrasada, la industria de Hollywood, y cuyos pioneros dejaron claro que el cine era cuestión de saber manipular la percepción del espectador. Sin más, se trataba de contar historias y hacerlas entretenidas y comercialmente viables. Como colofón a su pequeña ordalía artística, Sam se enfrenta en la escena final a uno de ellos, el Mago de Oz del cine, John Ford (cameo del intrépido y versátil director David Lynch), quizá como guiño irónico a un género que le inspiró y que Spielberg aún no ha tocado de lleno. Ford, el maestro del Western, y del cine americano por excelencia, escultor de esos Estados Unidos de leyendas y mitos de frontera, artesano de la cámara y renegado del exceso de intelectualismo, le aconseja socarronamente que para llegar a hacer buenas películas solo hay que saber manipular donde ponemos la línea del horizonte en el encuadre, alto o bajo, eso es todo. Es entonces cuando por fin Sam Fabelman abandona la oficina de su maestro y sale a los callejones de los hangares de los estudios como Steven Spielberg, consciente de sí mismo y de las posibilidades del medio, hijo directo de Ford, del cine clásico y del poderío de la industria americana, dispuesto a tomar el relevo. Spielberg empieza donde acaba Ford. No es coincidencia: de ganar el Oscar en esta edición, Spielberg alcanzaría los cuatro Oscar como mejor director que ostenta John Ford. Se dice pronto.
Adalid del cine al más puro estilo Hollywood, Steven Spielberg no necesita presentación, y quizá tampoco necesitaba hacer ‘Los Fabelman’ para dar a conocer al mundo la génesis de su universo, para eso estaban las muchas entrevistas y extras de los DVD. No obstante, y quizá por ello, esta película es un regalo muy especial para cine, para todos los que crecimos soñando y fantaseando con él, para todos los que llegaron a la industria gracias a sus películas, a todos los que, como casi le ocurre a Sam Fabelman, tiraron la toalla o pensaron hacerlo, y sobre todo, para todos los que ante la difícil elección entre arte y familia no saben, ni sabrán nunca, qué hacer.
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