Vernos en un espejo retratados como niños. Mirar al pasado de forma irreverente y esbozar una sonrisa aún a sabiendas que lo contemplado es una impostura, una pincelada gruesa a los sentimientos que nos martillean como adultos. Ese es el tono que emplea ‘Run’, miniserie de siete capítulos original de HBO. Una brocha gorda con gusto para los sinsabores de la existencia. Ahí radica su encanto. Una idiotez con gracia que, enseñando lo justo, aporta cierta voluntad de estilo a un guion superfluo, de corte infantil.
Ruby (Merritt Wever) y Bill (Domhnall Gleeson) satisfacen un pacto contraído tiempo atrás. Si alguno recibe en el móvil el escueto mensaje de »Run» y contesta, tomarán un tren que les llevará a recorrer la vasta geografía norteamericana. Tras pasar unos días juntos decidirán qué hacer con sus vidas. Fueron novios en su etapa universitaria y llevan más de una década sin verse. La serie muda lo encorsetado de su estructura narrativa (apenas 25 minutos de duración por episodio), en virtud argumental a partir de la ligereza y banalidad de su planteamiento.
Dos actores en estado de gracia
‘Run’ muestra las miserias existenciales de los protagonistas desde dos actuaciones magníficas. Weber y Gleeson se compenetran a la perfección en una cadencia propia de la mejor puesta en escena teatral. Lo grotesco adquiere un toque hilarante en las reacciones primarias de unos personajes perfilados por la tropelía y el atropello, que sin embargo esconden traumas profundos, de gran calado.
Escuché un día a un reconocido psiquiatra asegurar que la salud mental de los individuos requeriría de un cambio drástico de amigos, trabajo, pareja y aficiones cada siete años. Un borrón y cuenta nueva con el que rejuvenecer el espíritu. Nunca ha estado la teoría tan alejada de la práctica. Y en una serie de maneras transgresoras, lo conservador acaba por imponerse en el fondo, como si sucumbiera a determinado orden natural para las cosas.
Es lo que hay. Y lo que somos.
Nuestra valoración