Debajo de la piel, no hay carne, ni fibras, ni tendones, ni sangre. Debajo de la piel de las películas de Asghar Farhadi hay sentimientos y mucho sufrimiento, y, ‘Todos lo saben‘, no es una excepción. Hace unos años, más de cinco y menos de diez, me planté ante una de las cintas de las que más se hablaba en el momento, ‘Nader y Simin, una separación’. Me hipnotizó, no por lo que contaba, no por el divorcio, sino por la facilidad que tiene de plasmar a través de un objetivo todas las miserias del ser humano. El divorcio era una mera excusa para indagar dentro de los personajes, para humanizarlos.
En su nueva cinta, ‘Todos lo saben’, ocurre más de lo mismo. En esta ocasión la acción se desarrolla en otro entorno, en un pueblo castellano a más de 6000 kilómetros de su Irán natal. Resulta un poco marciano, ya que estamos hablando de un iraní rodando en España una historia costumbrista. Pero hay una cosa que está por encima de la cultura, de la lengua y que sobrepasa las fronteras: los sentimientos. Y esos los domina como nadie Asghar Farhadi.
Como pasara con ‘Nader y Simin’ existe una motivación aparente de la historia, en este caso no es un divorcio, es la desaparición de una niña, Irene, justo en la boda de su tía. La desaparición es el motor de todo y a la vez de nada. La desaparición hace que afloren todas las rencillas familiares pero no es una película sobre una desaparición. ‘Todos lo saben’ es otro retrato fidedigno de las múltiples aristas que componen al ser humano.
La cinta tiene un punto de inflexión interesante. Después de la primera media hora, necesaria, de contextualización, hay un apagón y empieza a llover. Irene ha desaparecido. Parece que nos transporta a cintas del genero thriller como ‘La isla mínima’, pero es una falsa alarma. Después de la lluvia llega la tormenta. No la de la frenética y desesperada búsqueda de Irene, sino la de las rencillas, la de los amores pasados, la de la desconfianza, la de las dudas, de todos y cada uno de los personajes. Y en el agua de esa tormenta se mueve como un pez, como si estuviese en Irán, Asghar Farhadi.
Lo que más me sorprende es su forma de rodar. No hay travellings, no hay una fotografía soberbia ni excesiva, no hay planos preciosistas, ni drones sobrevolando el paisaje como en ‘La isla mínima’. El iraní supedita lo técnico a los diálogos y los silencios, para no distraer y alterar lo esencial de su cine, lo humano. La cámara no es protagonista en ningún momento, y eso, en plena vorágine efectista, se agradece enormemente.
Javier Bardem, Penélope Cruz, Ricardo Darín, Eduard Fernández o Bárbara Lennie, sólo tienen que desnudarse en cuerpo y alma ante el vómito existencial que les plantea el director iraní. El resultado está a la altura de las expectativas, es bello e imperfecto, como el ser humano. El dolor y el placer como admitían los pensadores griegos van de la mano. Dolor y placer son dos caras de la misma moneda. Eso es lo que me ocurre cada vez que me siento a ver una película de Farhadi. El sufrimiento merece la pena.