A la pregunta de «¿Cuánto es poco?», le sigue un «dos horas y 90 minutos» como respuesta. Esta banal conversación ejemplifica cómo para los tres niños protagonistas de ‘El día que resistía’, el tiempo ha perdido parte de su significado. Su carácter relativo se pone a prueba en la conciencia de unas criaturas solas, que viven en una casa de campo con la exclusiva compañía de un perro.
Ausencia de adultos
La agreste, por momentos selvática, vegetación que le va comiendo terreno a la casa, es indicativo de un abandono prolongado en el tiempo. La debutante Alessia Chiesa realiza, a partir de las rutinas diarias de estos tres hermanos, un inquietante retrato del aislamiento. De corta edad, la mayor es quien mantiene el orden emocional de los demás.
Los acuesta, juega con ellos, les lee cuentos, alimenta y tranquiliza respecto a la ausencia de sus padres. El único viso de civilización se reduce a la luz eléctrica que alumbra a los menores en su soledad.
El suspense termina por venirse abajo
En ‘El día que resistía’ el suspense se canaliza a partir de dos supuestos. Las visitas nocturnas de la mayor a la habitación de sus progenitores, dependencia vetada al resto; y los logrados sonidos de la fauna silvestre, que se alternan en la noche con los crujidos de un hogar que empequeñece aún más la bisoñez de sus ocupantes.
Dotada de un sentido estético y visual que ilumina una personalidad en construcción, la intriga acerca del porvenir de los personajes se derrumba pasada la hora de metraje. Ya intuyes que ‘El día que resistía’ apela a las sensaciones de los noveles actores para sostener la ficción. Siendo condición necesaria, manifiesta a la larga su insuficiencia. Los entresijos melodramáticos se desvanecen tras unos inicios reveladores. Lo plúmbeo se apodera de la narración. Y la bella fábula del comienzo no acaba por echar raíces.