Notable documentalista, el desembarco de Liz Garbus en el largometraje con ‘Chicas perdidas’, producción original de Netflix, aborda la tragedia de los desaparecidos. Lo hace situando a sus familiares en el punto de mira. Basada en una historia real, presenta un producto aseado, aunque en ningún caso destacado.
Amy Ryan da vida a una mujer que, tras la volatilización de su hija mientras ejercía la prostitución en una elitista urbanización, va a navegar contracorriente, enfrentándose a la policía. Un caso de desaparición a partir del cuál van a aflorar una serie de crímenes dirigidos hacia trabajadoras del sexo. Garbus trata la soledad a partir de dos vertientes. De un lado el desamparo de una madre ante la inacción policial. Una falta de arrojo e indiferencia personificada en el comisario al frente del caso (Gabriel Byrne). Byrne aporta a su actuación ese aire de incompetencia burocrática capaz de sacar de sus casillas a cualquiera. Ejemplo paradigmático de un orden de cosas atrofiado y disfuncional, encuentra en familias desestructuradas terreno abonado.
El sentimiento de culpa persigue a la protagonista
La razonable indignación de la protagonista con un sistema que la deja sola, convive en ‘Chicas perdidas’ con el desamparo que siente al enfrentarse a sus propios demonios interiores. A un pasado de lado oscuro que la atormenta. Son sensaciones intransferibles. No encuentran comprensión ni solidaridad en sus seres queridos. Ahí Garbus muestra un encierro mucho más duro, una soledad desgarradora.
La vinculación existente entre la clase social de las víctimas y la dispar atención proporcionada por las autoridades, desfilan sin la profundidad exigible a un asunto capital. Valoro la honradez de la propuesta. Pero al no acertar con el tono, se queda en la reivindicación, sin traspasar el umbral de la lucidez.
La tensión dramática flojea en esta película de buenas intenciones, quedándose a medio camino.